El amianto, también conocido como asbesto, es un mineral fibroso que se caracteriza por su resistencia al calor, flexibilidad y durabilidad, lo que lo hizo muy popular en la construcción y la industria durante gran parte del siglo XX. Sus fibras microscópicas pueden separarse fácilmente y mezclarse con otros materiales, como cemento y plásticos, lo que permitió su uso en techos, suelos, canalizaciones, aislantes térmicos y eléctricos, y en productos de fricción como frenos y embragues.
A pesar de sus ventajas industriales, el amianto es extremadamente peligroso para la salud. La inhalación de sus fibras puede causar enfermedades graves, incluyendo asbestosis (una enfermedad pulmonar crónica), cáncer de pulmón y mesotelioma, un tipo de cáncer que afecta el revestimiento de los pulmones y el abdomen. La Organización Mundial de la Salud (OMS) lo clasifica desde 1977 como carcinógeno del grupo 1, y muchos países han regulado o prohibido su uso.
En Europa, el Parlamento Europeo recomendó en 1979 la eliminación progresiva del amianto. En España, empresas como Uralita promovieron su uso hasta que finalmente fue prohibido su empleo industrial en 2002. Sin embargo, todavía existen numerosos edificios, fábricas, auditorios, cines y canalizaciones construidos antes de esa fecha que contienen amianto, lo que supone un riesgo persistente para la población.
Expertos como el neumólogo Josep Tarrés advierten que, aunque el material es ilegal en alrededor de 50 países, en otros 150 todavía se comercializa, exponiendo a millones de personas. Por eso, la gestión segura del amianto, incluyendo su identificación, retirada profesional y el manejo de residuos, sigue siendo un tema crítico para la salud pública.
En resumen, aunque el amianto fue un material ampliamente valorado por sus propiedades, los riesgos para la salud son graves y persistentes, lo que ha llevado a su prohibición en muchos países y a una estricta regulación en la gestión de los restos que aún existen.
Fuente: National Geographic